Corría por el borde del plato del reloj tan
rápido como las
piernas me lo permitían. Bajo ellas pasaban
las marcas
impresas de los minutos a razón de una por
segundo y
cada cinco marcas un número gigante pintado
en el suelo.
Atrás quedaba el cuatro. El segundero
avanzaba con un
ruido ensordecedor, como si lo arrastrara el
mecanismo
de un molino. De momento le sacaba siete
segundos de
ventaja, aunque no sabía por cuánto tiempo.
Al llegar al
nueve aflojé el ritmo y perdí dos segundos.
No lo
conseguiría. Antes o después me daría
alcance. Justo
cuando mi moral estaba a punto de desfallecer
caí en la
cuenta de que cuanto más cerca estuviera del
centro
menos espacio tendría que recorrer y podría
pensar en
cómo escapar. Entonces me sorprendió un
impacto seco,
contundente y el tiempo se me echó encima.
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