Dice mi madre que, de niño, me encantaba
sacar los
álbumes y hablar con las fotografías. Que mis
deditos
recorrían los inmortalizados recuerdos, a la
par que mi
lengua de leche resolvía los nombres con apás,
amás, la
tá, el né, onse, ela o
alo. Que aquellos días fueron los
más felices de su vida y que cuando crecí lo
suficiente
como para recopilar mis propios recuerdos,
ella no volvió
a repasar los suyos. Los álbumes también
envejecen y
antes o después, acaban muriendo.
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