Llueve y el gris amenaza con quedarse. En el equipo de
música “por el callejón del tinte…”. Ella está sentada frente a unos folios, los ojea sin convicción, con rutina. El
sonido de una moto o un coche distante se cuela en la habitación. Las gotas
persisten. En el equipo de música el piano protagoniza su parte, “…por tu amor me duele el aire…”, mientras
el colio agita sus hojas con delicadeza al tacto del invierno.
Al otro lado de la calle la fachada sostiene una
parabólica de vía digital que rompe
con la arquitectura, cuarentera y funcional, que caracteriza al barrio. Antes
no había parabólica. Vivía otra familia y el padre un día se suicidó. Pero esa
es otra historia. “…valdrá por tu boca
existir, amor…”.
Los dedos se arrastran por el mástil del bajo a diez por
ocho, mientras en el portal cuatro Damián toma notas bajo su blanco paraguas.
Sólo se deja ver los días en que este objeto se generaliza como complemento.
Hay quien dice haber visto las anotaciones de Damián, siempre cosas
relacionadas con el mundo del paraguas: desde una inagotable lista de colores y
tamaños, hasta un exhaustivo inventario, en dibujos, de las empuñaduras,
verdaderas obras de arte siempre cubiertas por el embalaje de las manos.
Unos pájaros pían incansables. Se alojan en el conducto
de ventilación de la cocina. El baldosín perforado amplifica el sonido unos
segundos, hasta que la lavadora lo silencia. En verano abandonan el hueco y
hasta el otoño no vuelve a ser habitado. Algo así ocurrió en el piso de la
parabólica.
Ella continúa inmersa en sus folios.
“huele a perfume
barato…” y a tierra mojada. Quien dice conocerlo, a Damián quiero decir,
cuenta que su paraguas es blanco porque la lluvia se ha ido apoderando de su
color original. Mi madre dice que eso son habladurías, que la gente se inventa
cosas para entretener sus vidas y que, además, jamás ha visto a nadie junto a
Damián, si es que ese es su nombre.
La lluvia ahora es más intensa. Los sueños de Stolzman crean
una nueva atmósfera. Las gotas percuten en la ventana y ambas voces se funden.
Damián sigue abajo, no puedo decir si se ha movido. El
instrumento con el que anota continúa esbozando trazos. Me dan ganas de coger
los prismáticos, como en esa película tan famosa… pero yo no tengo prismáticos.
Podría bajar e intentar charlar con él. ¿Qué le
preguntaría? Lo primero su nombre, claro. O decirle directamente ¿Se llama
usted Damián? Así romperíamos el hielo y quizás fuera el comienzo de una gran
amistad.
Me asomo de nuevo, esta vez de forma indiscreta. Su mano
se ha detenido. Ahora mueve la cabeza hacia arriba. Me está mirando. Quiero
esconderme, pero ya es inútil. Levanta su mano con decisión y me envía un
saludo. Yo le respondo de la misma manera. Es patético, me digo, mientras me
imagino a mí mismo viéndome desde abajo. Él vuelve a su tarea y yo a la mía,
que es huir del tedio de los días de lluvia.
Por el horizonte el cielo amenaza despejado. Un rayo de
luz choca contra la fachada de enfrente y acaba con el mate de los días sin
sol. Ella retira por primera vez sus ojos del grueso de papeles y me sonríe con
ternura. Me asomo pero Damián ya no está. Ya me lo advirtieron: Damián sólo
sale los días de lluvia.
Me gusta, he leído el libro y digo yo..La narrativa también esta muy bien tu patio.Siembrala
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