jueves, 29 de octubre de 2009

Cómo renunciar a ti

... cómo decir hasta aquí,
no más, lo siento.

Papelera,
vaciar papelera
e iniciar reinicio.

No es tan sencillo.
No puedo gritar retirada
y desistir y caer al suelo.
No puedo renunciar a ti,
ni mandar al carajo lo vivido.

No he llegado hasta aquí
para rendirme,
si no para conquistarte.

Hospitales

En la sala de consulta de un hospital, la paciente espera posee tintes ceremoniales. Punto de encuentro para los insanos de cuerpo, que únicamente rompen el sacro silencio para preguntar, feligrés por feligrés “¿a qué hora la han citado a usted?”, evidenciando ese rasgo tan humano del querernos anticipar al momento. Preguntamos la hora en un lugar en el que no hay relojes. Moraleja: lo importante es recobrar la salud, el tiempo que lleve, aquí es lo de menos.

Después observas cómo cada cuál vuelve a su particular ensimismamiento, a la obligada reflexión a la que invita el silencio. Y la señora del abrigo negro piensa en lo que hará de comer cuando llegue a casa; el niño que juguetea en torno a la madre ríe ajeno a los males que al resto nos aquejan y sirve de bálsamo, porque nos incita a mirarnos y a compartir una sonrisa. Después se repetirá el ritual: la ayudante del chamán saldrá y dirá el nombre de la elegida o el elegido con el derecho a ser atendido.

Una vez dentro, la experiencia cambia, la perspectiva se vuelve más íntima y descubres que la mesa es en realidad un confesionario en el que uno ha de desnudar ante un familiar desconocido sus intimidades: tanto metafórica como literalmente hablando. Buscará la causa del mal que nos aflige y nos recetará unos cuantos avemarías, que por fortuna irán acompañados de su correspondiente prescripción médica y su garantizada venta en farmacias.

Los hospitales y las iglesias son entes paralelos, tan pronto llegas a uno te bautizan en otro; tan pronto empiezas a tener achaques de cuerpo y alma, allí acudimos a redimirnos; y, el último adiós, la gran mayoría, lo recibirá o recibiremos en alguna de sus plantas. Eso sí, llegado el momento diré lo que mi abuelo: “el cura… que no entre”.